Es curioso
como en la mayoría de películas que tocan el tema del deporte, pocas de ellas
se centran específicamente en él, al menos no en su trasfondo y mensaje
verdadero. Y más bien utilizan ese deporte de turno como hilo conductor para
contarnos una historia sobre personajes, muchas veces de corte dramático. Pues
bien, en las de boxeo el porcentaje es todavía más elevado que en otras de
béisbol, fútbol americano o hockey, por citar otros.
Es justo lo que le pasa a esta “Campeón” (en España se estrenó sin el artículo “el”), que nos narra una historia en torno al boxeo, a la carrera pugilística del protagonista, pero en realidad era un melodrama sobre un hombre que quiere reconstruirse así mismo y que usa el boxeo como camino de redención para consolidar la recuperación de su mujer y su hijo.
En honor a la
verdad, el argumento es de lo más típico. Un hombre que alcanzó la gloria como
boxeador pero que luego experimentó una caída a los infiernos a través del
alcoholismo y el juego. Andy es el típico personaje qué es buena persona, que
está colmado de buenas intenciones, pero qué es un completo desastre en base a
su debilidad como ser humano.
No son pocas
veces en las que se retrata la vida de un deportista que tocó la gloria pero
luego no supo manejar el éxito, perdiendo el peor combate, el de fuera del
ring, el de la vida, derrotado por los excesos. Y no es menos habitual que, por
alguna, resurge de sus cenizas para recobrar el control y, de paso, callar unas
cuantas bocas.
Porque en
este caso, hay una persona que nunca le ha abandonado, que nunca ha dejado de
creer en él, su hijo. Y esa es la piedra angular sobre la que decide apoyar su
remontada personal y deportiva. Que además recibe también el apoyo de la mujer
que creía perdida. Todo ésto es muy bonito pero por eso resulta tan duro su
desenlace.
Se hizo un
estudio psicológico y científico basándose en opiniones de críticos y del
público sobre las películas qué más respuestas emocionales, o que contuvieran
algunas escenas populares e icónicas, que provocaran una reacción emocional de gran
impacto. Determinaron la más trepidante, la más terrorífica, la más divertida y
la más triste. Y ahí es donde esta película se coronó “campeona”, por encima de
títulos de finales típicamente tristes como “Kramer contra Kramer” o “Bambi”.
Y en su
momento, sus pedradas le valieron, siendo acusada de ser pretendida y
premeditadamente sensiblera, de buscar la lágrima fácil y de conseguir el efecto
“Love story” para dejar al espectador hecho trizas y vaciando el paquete de
kleenex. Y es que está demostrado que las lágrimas en el cine son rentables. No
obstante, no estoy de acuerdo en que la película solo sea eso y considero que
tiene más valor.
Sorprendentemente, tras la
cámara estaba el italiano Franco Zeffirelli. Digo ésto porque era un director
muy claramente teatral, de ritmos tremendamente lentos, que venía de rodar una
asidua a las programaciones televisivas de Semana Santa, “Jesús de Nazaret”,
aunque es verdad que todavía no había realizado, que vendría después, las adaptaciones de “Hamlet”,
pero sí “Romeo y Julieta”, de las tragedias de Shakespeare.
El caso es
que este remake homónimo de la película de 1931, dirigida por King Vidor, tuvo
un éxito considerable, aunque la crítica fue más bien mixta. En el reparto,
estaban magníficos Jon Voight, Faye Dunaway y un jovencisimo Rocky Schneider,
que con tan solo 9 años ganó el Globo de oro como actor novel. Pero luego su
carrera ha sido más bien discreta.
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