Como ya
comentaba la semana pasada, la tercera y probablemente última entrega de
esta ya saga, “Bad boys for life”, ha sufrido varios retrasos, e incluso rumores
de que no llegaría a hacerse. Los motivos han sido, por un lado, las apretadas
agendas de sus integrantes, especialmente de Will Smith. Y la
diferencia de criterio en cuanto al guion, que sufrió varias reescrituras.
Pero vamos,
problemas muy similares a los de esta primera parte, que sorpresivamente se
convirtió en uno de los éxitos de los noventa, más en cuanto a fama que a
dinero, aunque por ahí tampoco le fue mal. Pero el caso es que contó con
numerosos problemas. Supuso el debut de Bay en la dirección y casi supone
también su final, de propias palabras del cineasta. Seguramente es una exageración,
pero no fueron pocas las veces que Michael Bay manifestó su disconformidad con
el resultado final.
Por no decir
que acabó hasta las narices de sus dos actores protagonistas y confesó en
varias entrevistas lo incómodo que había sido el rodaje. Y eso que tanto Will
Smith (que también debutaba en la gran pantalla) como Martin Lawrence, no tenían
ni mucho menos el rango de estrellas. Y que Bay, que se consideraba hombre de
la casa, no era muy dado a hacer quejas públicas y prefería lavar los trapos
sucios en privado.
Cuando digo
de la casa me refiero a la factoría Simpson/ Bruckheimer. Don Simpson (éste
ya fallecido) y Jerry Bruckheimer formaron una sociedad como productores de películas
de corte comercial. Por ejemplo, venían de producir “Top Gun”, “Super detective
en Hollywood” (otra buddy-movie) o “Días de trueno”. Y siempre apostaban por directores jóvenes
provenientes del campo de la publicidad, el videoclip o la televisión.
Algunos daban
buen resultado, y otros no se volvía a saber de ellos. Michael Bay encajaba
perfectamente en el perfil y a la postre se ha convertido en uno de sus mejores
productos. Un director de los que más les gusta a los eruditos del Séptimo Arte
criticar, pero cuya rentabilidad en la taquilla está fuera de toda duda, lo que
le valió el apelativo que ya tuvo el propio Steven Spielberg, el Rey Midas.
Para muestra
un botón, o mejor dicho, varios. Ahí están “La roca”, “Armaggedon” “Pearl
Harbour” “La isla” o la saga “Transformers”. Aunque cuando se pone serio
también hace películas resultonas con presupuestos poco holgados. Como “Dolor y dinero” y “13 horas, los soldados secretos de Bengasi”. Pero concretamente en su primera película llegó a poner
dinero de su propio bolsillo.
El caso es
que en ella ya se planteaban directrices del que sería y es, su estilo personal,
como es el uso de la cámara lenta, la estética de videoclip, un agudo sentido
del espectáculo y bastantes dosis de comedia. Suya fue la apuesta por Will
Smith después de verle en la serie en que se dio a conocer “El príncipe de Bel Air”.
Por cierto, ambiente parecido del que provenía el otro coprotagonista, Martin
Lawrence.
Y es que la
idea era no gastar más de lo debido en el reparto, al menos en estrellas, porque
el presupuesto iba a ser modesto. De hecho, fue solo de 23 millones de dólares.
Pero la pareja protagonista funcionó a la perfección, con una química brutal,
que reforzó la idea de buddy-movie. Los acompañaban secundarios para nada desconocidos,
pero tampoco de grandes sueldos, como Tea Leoni, Tcheky Karyo, Joe Pantoliano y
Marg Helgenberger.
Las criíicas
no fueron malas, destacando su nivel de comedia. Recaudó 140 millones en
taquilla. La segunda parte se planteó mucho más espectacular, gastando 130
millones y consiguiendo 270 de vuelta. En el reparto se incluyeron secundarios más
conocidos como Peter Stormare, Michael Shannon o el propio Jordi Mollá.
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