Esta semana se estrena la inevitable secuela, “Megalodón 2: La fosa”, porque aunque las críticas fueran mayormente negativas y su nota media en las principales páginas donde vota el público sea más bien baja, como suele pasar con este subgénero, la taquilla dice una cosa distinta. Que aunque la inversión fuera de una superproducción y no una serie B, de 150 millones de dólares, la recaudación fue de 530, así que cumplió de sobra.
Definida
previamente a su estreno como una mezcla entre “Tiburón” y
“Jurassic Park”, aunque eso no se lo creyeron ni ellos pues está a años luz de las dos películas de Steven Spielberg, como aquellas
está también basada en un bestseller sobre monstruos,
concretamente “Meg, una novela de terror profundo”.
De
hecho, la secuela también se basa en la segunda novela “Meg, la
fosa”. Porque es una saga que a día de hoy va por ocho entregas,
escritas todas por Steve Alten, un tipo fascinado por el mundo marino
y más en concreto con el megalodón. Alten fundó un programa de
lectura gratuita para escuelas secundarias pero se encontraba con
muchos alumnos a los que no les interesaba la lectura.
Decidió escribir una novela que pudiera atraer a esos alumnos más jóvenes.
Para quien quiera acercarse a esta saga, quizá no gocen de la
calidad literaria de otras obras de ciencia ficción pero igualmente
son muy recomendables porque son tremendamente divertidas. Además,
científicamente ofrecen elaboradas teorías, no incluidas en la
película, sobre la extinción del megalodón y sobre la posibilidad
de que pudiera haber sobrevivido.
El
proyecto de adaptación estuvo bastantes años circulando por
Hollywood. En un principio, los derechos del libro fueron de Disney,
que desechó la idea para cedérselo a Warner. Directores como
John McTiernan (“La jungla de cristal”) o Jan de Bont (“Twister”)
se interesaron en ponerse tras la cámara pero las limitaciones
presupuestarias los ahuyentaron.
Finalmente
se puso en marcha doblando el presupuesto inicial de 70 millones de
dólares, con los que parecía que sería la producción de Guillermo
del Toro y Eli Roth (qué divertido hubiera sido) en la dirección.
Nada de eso llegó a pasar porque el director elegido fue John
Turtletaub, al que conocíamos por títulos como “Phenomenon”,
“Mientras dormías” o las dos entregas de “La búsqueda”.
Fue
una coproducción chino-estadounidense, lo que se hace notar en la
inclusión en el reparto Li Bingbing (muy conocida en China) y
Winston Chao. Pero el protagonista indiscutible, como no, era Jason
Statham. Por cierto, el actor había sido nadador profesional,
llegando a representar a Inglaterra en la Cammonwealth Games en
1990, así que realizó casi todas las escenas en el agua sin doble.
Ruby Rose (que estuvo a punto de morir ahogada) y Cliff Curtis
completaban el reparto.
Hay
un buen puñado de guiños. Uno de los más evidentes es el del niño
en la playa que pide a su madre poder bañarse, en referencia a una
de las víctimas de “Tiburón”. Pero está también el del ataque del calamar a “20000
leguas de viaje submarino”. Los nombres de los dos minisubmarinos, Origen y Evolución en relación a la obra de Charles Darwin,
“El origen de las especies” o al propio nombre del protagonista,
Jonas, personaje bíblicos que fue tragado por una ballena y
vomitado posteriormente.
Se
la acusó de tener diversas imprecisiones científicas. Que si el
tiburón no podría atacar a la luz del día porque sería ciego, que
si los cadáveres de los escualos no flotan, que el megalodón
debería ser lento, que si los submarinos no habrían aguantado la presión a esa profundidad, . . . Señores científicos, relájense, es una película, se llaman licencias artísticas. Es una monster movie, salen tiburones gigantes y es entretenida. Ya está. Si le pondría la pega de que tiene muy poca sangre o nada. Hasta Statham la reclamó. Pero es lo que tiene gastarse tanta pasta y querer ajustarse a la limitación por edades para recuperarla.
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