Esta así es más plenamente un buen ejemplo de cine de terrorismo que la mencionada la semana pasada, “El puente de Cassandra”, que aunque tocaba inicialmente el tema, se desarrollaba más en las claves del género de catástrofes, tan de moda en los setenta. Esta también pertenece a esa época pero no va por ese camino. De hecho, lo hace más por el del género de espionaje.
Es más, tiene ciertos paralelismos con “Chacal”, que se estrenó cinco años antes, en 1974, en cuanto a mostrar en paralelo la preparación del atentado por un lado y las investigaciones de los perseguidores para evitarlo por otro lado. Pero esta nos habla más de un terrorismo ideológico, con un atentado que precisamente pretende provocar el terror más que eliminar a una persona en concreto.
De hecho, es la adaptación de la novela homónima de Thomas Harris, el cual se inspiró en el secuestro y asesinato del equipo de halterofilia israelí en los Juegos Olímpicos de Múnich en 1972. Es más, los antagonistas pertenecen al grupo terrorista palestino que perpetró ese atentado, Septiembre Negro, que estuvo en funcionamiento entre 1970 y 1988, cuando se disolvió.
La novela de “Domingo negro” es la primera de la carrera del escritor Thomas Harris, el creador de Hannibal Lecter. De hecho, hasta 2019, que escribiera “Cari Mora”, era su única obra en la que no aparecía Lecter, el personaje al cual dedicó cuatro entregas, todas ellas adaptadas al cine. Así que, menos último libro, todos los demás han contado con sendas adaptaciones cinematográficas.
La de esta, “Domingo negro”, me parece una película injustamente olvidada y el tratarla en este ciclo es un modo de reivindicarla. Porque aunque en su momento contara con críticas mayoritariamente positivas e incluso tenga cierta categoría de culto, es verdad que no se la recuerda demasiado. Económicamente tampoco es que fuera un exitazo aunque fue claramente rentable. Costó 8 millones de dólares y recaudó 15 en taquilla.
Personalmente, a pesar de su extenso metraje, que sobrepasa ampliamente las dos horas, me parece una película entretenidísima, con tiroteos, persecuciones, espionaje, acción y un buen ejercicio de suspense. Para que todo eso funcionara hay que destacar la labor de un artesano tan efectivo como era John Frankenheimer.
Porque no se puede decir que fuera un maestro pero si un cineasta especialmente resolutivo. Y tiene una colección de títulos que lo demuestran. Como “French connection 2”, “El mensajero del miedo”, “El hombre de Alcatraz”, “El tren”, “Siete días de mayo”. Incluso al final de su carrera tuvo una película tan destacable como “Ronin”. Aunque también un desastre como el remake de “La isla de él Dr. Moreau”, aunque no fuera culpa suya, precisamente.
El protagonista era un Robert Shaw, un par de años después de enfrentarse al “Tiburón” de Steven Spielberg, que se exhibe con varias carreras atléticas que hoy rivalizarían con las de Tom Cruise en su saga “Misión imposible”. Al que acompañan un gran Bruce Dern y Marthe Keller, en cuyo personaje se inspiró el propio Thomas Harris para la creación de su Clarice Starling en “El silencio de los corderos”.
Para el dirigible, la empresa Goodyear cedió tres zepelines. Que junto al hecho inédito de que les dejara rodar varias escenas mientras se disputaba la verdadera final de la Superbowl entre los Dallas Cowboys y los Pittsburgh Steelers, permiso concedido por la NFL, contribuyó a que la película contara con el realismo de rodar en un lugar real y no en una recreación cinematográfica.
A pesar de ser una película concebida como un entretenimiento puro y duro, tiene una lectura más profunda. Sus personajes son hijos de una situación política. Una es un miembro de Septiembre Negro, dolida por la represión hacia Palestina. Otro es un agente del Mossad, cansado de atentados terroristas. Y otro un veterano de Vietnam resentido con su país, Estados Unidos.
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